El proceso vital podría reducirse
a la famosa frase «naces, creces te
reproduces y mueres». El proceso de crecimiento, el más largo de todos ellos
sin lugar a duda, comienza desde el mismo momento en el que nacemos y está
ligado a unos agentes que intervienen de forma constante en él. Para crecer,
necesitamos algunas figuras de apego que nos enseñan lo esencial para
sobrevivir y para adaptarnos a la sociedad a la que pertenecemos.
Este proceso de aprendizaje y
crecimiento, físico por supuesto pero también mental, responde a lo que se
conoce como «proceso de socialización».
Se entiende por proceso de socialización
el aprendizaje y adquisición de los valores, símbolos, creencias y costumbres
de cada grupo y civilización. El individuo integra todos estos elementos
citados y forja gracias a ellos una personalidad, siempre guiada por una serie
de agentes socializadores que actúan
como ejemplo y guía. El primer grupo de agentes de socialización está compuesto
por la familia, seguido de otros agentes como los profesores o amigos, pero
además, en la sociedad actual existen otra serie de agentes no humanos que
actúan en el proceso.
Seré concisa: la televisión actúa en la sociedad actual como agente de socialización. Sí, puede sorprendernos, o no, que un objeto
inerte pueda influir en el proceso de aprendizaje de los valores y símbolos de nuestra
cultura. En el post anterior se analizaba el famoso programa Mujeres y Hombres y Viceversa y la gran
influencia que ejercía sobre los jóvenes, inculcándoles valores de género o de
belleza. Los programas de televisión
inculcan en aquel que lo ve unos valores y unos símbolos que influirán en su
forma de entender y relacionarse con el entorno y los demás. Y, tenemos de
qué preocuparnos cuando la televisión enseña a nuestros niños/as y jóvenes a
ser delgadas, altos y fuertes, divertidas, cotillas o gritones/as.
El escritor Mario Vargas Llosa habla de cultura
del espectáculo, refiriéndose a la de «un mundo donde el primer lugar en la
tabla de valores vigente lo ocupa el entretenimiento, y donde divertirse,
escapar del aburrimiento, es la pasión universal» (2012, p. 33). El autor, en La civilización del espectáculo (2012),
argumenta que el auge de las tecnologías podría haber facilitado el aumento de
la democracia, la participación y la movilización, pero que más bien ha
propiciado lo contrario. Si bien es cierto que en algunos puntos el autor puede
ser algo clasista hablando de cultura, es innegable que apunta a la diana con
su definición de cultura del espectáculo.
Joan Ferrés da un paso más allá desarrollando la dicotomía entre la
televisión y la educación escolar dentro de la cultura del espectáculo. La
escuela apuesta, aunque cada vez más se introduzcan nuevos métodos en el
proceso de enseñanza-aprendizaje, por una enseñanza conceptual, reflexiva y
analítica. En contraposición, el mundo en el que vivimos está rodeado de
símbolos e imágenes donde las nuevas tecnologías ocupan un lugar privilegiado. Una
dicotomía compleja, pues por lo general los estudiantes se sienten más atraídos
por lo audiovisual.
Siguiendo en la línea, ya en 1996, el investigador
latinoamericano Guillermo Orozco Gómez,
se interesó por la gran influencia que ejercía la televisión en el espectador.
El proceso de ver la televisión no es ni mucho menos efímero, no empieza y
acaba al encender y apagar la televisión, sino que va mucho más allá. Lo que
los más pequeños ven en la televisión se queda almacenado en su mente, construyendo
en base a esa información una visión del mundo que le llevará actuar de un determinado
modo. Famosa es la frase: ¿viste ayer el programa de televisión?
Por tanto, la televisión y los medios de comunicación funcionan como un fuerte agente
de socialización, si tenemos en cuenta, tal y como argumentan los autores,
que el entretenimiento es primordial en el mundo en el que vivimos. Ahora bien,
desde la escuela hasta en el ámbito familiar se debe fomentar el juicio crítico, ayudando a los más pequeños a
serlo y siéndolo nosotros mismos. Debemos tener presente, como indica Orozco, que
apagar la televisión no implica que los contenidos salgan de nuestra mente. La
única forma de ser realmente libres es reflexionar sobre los mismos para descartar
o guardar aquellos que consideremos significativos. Por suerte, en este proceso crítico las nuevas tecnologías tienen mucho que ofrecernos, pues dejamos de ser meros receptores pasando a ser también emisores de mensajes.
Como solución, y teniendo en
cuenta que es imposible deshacerse de la televisión, o decidir de forma
autoritaria qué programas pueden o no emitirse, yo propondría que los
maestros/as dedicaran un tiempo de sus clases a debatir y charlar sobre los
programas o series de televisión que ven sus estudiantes, favoreciendo su
conciencia crítica. Y vosotros, ¿cómo pensáis que se debe manejar el problema
de la televisión y sus contenidos?
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